BOLIVIA
Viajamos, entre otras cosas, para escapar de los sonidos de nuestra ciudad. No me malinterpreten, yo amo los sonidos de mi ciudad. Las bocinas de los autos y las sirenas de los bomberos me acompañan a cada paso que doy, me han enseñado a dormir a pesar del ruido cuando vivía en zonas congestionadas, y que últimamente han sido reemplazadas por las aves que dibujan sonidos por mi ventana ahora que vivo en un barrio más tranquilo. Cerca del mar, el murmullo de las olas susurra memorias de la infancia. Incluso en la oscuridad, si escucho con atención, puedo oír en el silencio de la madrugada el silbido de un tren lejano, casi fantasmal. Amo los sonidos de mi ciudad, entre el ruido y la música hay una frecuencia neutra y constante que se aloja en mis oídos y a la que estoy ya acostumbrado.
Pero de vez en cuando quiero escapar.Viajar es un festín para los sentidos, desde los innumerables sabores que experimentamos al probar distintas gastronomías hasta los paisajes, horizontes y atardeceres que se quedan grabados en nuestra retina. Todos nuestros sentidos están alertas a las vibraciones del avión, a los más leves cambios de temperatura, a los olores que golpean nuestro rostro al salir de un aeropuerto en una ciudad aún por descubrir. Probamos la textura de las sábanas del hotel, nos asomamos por la ventana a ver los edificios, nos quedamos pasmados al descubrir que el agua sabe distinta en cada lugar, siempre.
Pero una vez que toda la excitación producto del inicio de un nuevo viaje empieza a decrecer, cuando ya terminamos de intercambiar impresiones con nuestra pareja, familiares o acompañantes de viaje, cuando es momento de guardar silencio, es ahí cuando los sonidos hacen su aparición en todo su esplendor y nos inundan la existencia. Ya no hay forma de escapar, vamos a ir recorriendo los destinos turísticos de la mano con los sonidos.
Escape¿Pero qué pasa cuando llegamos a un lugar tan lejano, tan extraño, y de repente descubrimos el silencio? Al sur de Bolivia, en frontera con el desierto de Atacama, a unos increíbles cuatro mil quinientos metros de altura, entre volcanes y lagunas, fumarolas y flamencos, está la Reserva Nacional de Fauna Andina Eduardo Avaroa. Cuando nos acostumbramos a los labios secos, a los olores fuertes, a la vista imponente y al frío inevitable, nos vamos dando cuenta de la ausencia de sonidos: no hay autos, no hay bulla, solo el viento habla, algún animal canta, pero reina el silencio, la paz; hemos escapado de los sonidos, esta es una pausa en nuestras vidas.
En el medio del desierto de Atacama hay un oasis, y al lado de ese oasis, hay una ciudad llamada Calama. En 1879, cuando aún era territorio boliviano, la Guerra del Pacífico había estallado y 500 soldados de las tropas chilenas se dirigían al pueblo de Calama para tomarlo debido a su importancia estratégica como nexo entre la cordillera y el mar, por donde diversos productos, en especial mineros, transitaban. Un centenar de hombres, la mayoría voluntarios, estaban listos para defender el poblado, y aunque inevitablemente fueron derrotados, uno de estos voluntarios se atrincheró, y armado con una Winchester, detuvo durante muchas horas el avance del ejército. El coronel chileno, al considerar su actitud digna de un verdadero patriota, le ofreció la rendición para salvar su vida, pero el hombre, ya sin municiones, salió de su escondite y les gritó
JORGE: “¡Rendirme yo nunca, carajo, que se rinda su abuela!”
Él es Jorge Campos, guía boliviano que trabaja principalmente en la Reserva Eduardo Avaroa.
JORGE: Es ahí donde muere Eduardo Avaroa, y desde ahí Eduardo Avaroa llega a ser un héroe nacional. No se tiene muy clara la información. Si tú vas a la parte de Chile te cuentan una cosa contraria. En Bolivia, Eduardo Avaroa es un héroe nacional, pero si vas a la parte chilena, Eduardo Avaroa es considerado un héroe de la región de Antofagasta.
Como sea que calles, avenidas, plazas y hasta provincias enteras llevan el nombre de Eduardo Avaroa en toda Bolivia, sin contar que se han acuñado monedas con su rostro, impreso estampillas en donde se incluye su famosa frase y, como es lógico, estatuas conmemorando su momento de gloria adornan parques y jardines. No es de sorprender, entonces, que la Reserva Nacional más importante de Bolivia lleve su nombre.
Rodeada de decenas de picos y volcanes, que van desde los 4,800 hasta casi los 6,000 metros, la Reserva Eduardo Avaroa es una joya escondida en medio de los Andes. Esta zona desértica y pedregosa de gran altura ha tenido hasta ahora poca afluencia turística debido principalmente a su difícil acceso, ya que para llegar es preciso ir en camionetas 4x4. Es casi como un paisaje prehistórico, en donde el tiempo de los humanos aún no llega. A la falta de caminos asfaltados se suman otras carencias como infraestructura hotelera y de servicios. Es un círculo vicioso: como no hay infraestructura turística no hay tantos visitantes, y como no hay tantos visitantes, para qué ponerlo en valor creando infraestructura. Por lo pronto, convengamos que la ausencia de un turismo masivo permite que el ecosistema se mantenga.
Este paisaje desértico se ve interrumpido en ocasiones ya sea por bosques de piedra, ya sea por fumarolas de intensos olores, ya sea por lagunas coloridas. Pero vayamos por partes: al norte de la Reserva se encuentra el desierto de Siloli, uno de los más áridos del mundo. Aquí, donde el agua de lluvia es y ha sido escasa durante millones de años, hay unas altas estructuras de piedra volcánica, talladas por el viento, y a las que la imaginación del hombre llama en su conjunto bosque de piedra.
en donde destaca de manera singular una de estas estructuras, de cinco metros de altura, delgada en la base y ancha en la parte superior. Esta escultura natural que se yergue caprichosa en medio del desierto y en donde no existe vegetación alguna, recibe el simpático nombre de “árbol de piedra”.
Nos adentramos un poco más en la reserva y nos topamos con un escenario de otro mundo, totalmente ajeno a nuestra realidad. Quizás por eso le han puesto a esta parte del desierto “Salvador Dalí”.
JORGE: En realidad el verdadero nombre que recibe el desierto de Salvador Dalí no es el desierto de Salvador Dalí, es el desierto de Pampajara. Pero cuando los visitantes empezaron a llegar, han llegado a comparar el paisaje, similar a la pintura o el cuadro de Salvador Dalí.
Jorge se refiere a “La persistencia de la memoria” de Salvador Dalí, aquella famosa pintura con los relojes derritiéndose sobre las ramas de un árbol seco. Pero no es ahí en donde se encuentran las similitudes, sino que si miramos a la esquina superior derecha del cuadro, hay una suerte de formación rocosa de apariencia y colores muy parecidas a las del desierto. Pero hay algo muy importante que recalcar: Dalí nunca supo de la existencia de este desierto, lo cual hace que esta semejanza se aún más sorprendente.
JORGE: Del desierto de Salvador Dalí se pasa antes por las aguas termales de Polques y la Laguna Salada.
Y a veinticinco minutos de ahí están los geysers...
JORGE: En realidad no son geysers, son fumarolas. Una fumarola es un sitio donde la concentración de la energía geotérmica expulsa por los espacios o grietas y se puede ver vapor.
Estas fumarolas son conocidas como Sol de Mañana.
JORGE: ¿Por qué Sol de Mañana? Porque las visitas a partir de las cinco de la mañana, cinco y media, antes de que el sol salga, la actividad geotérmica, la actividad que hay en ese sector es mucho más intenso (sic). Entonces el contrate del frío, la brisa fría y, ehhh, la superficie que está caliente hacen que el vapor que sale de lo profundo se disipe a gran altura y los alrededores. Es un sitio donde se puede ver variedad de contrastes de colores. Se puede ver el ocre, óxido de azufre, óxido de hierro. Entonces cuando sale el sol se va pintando de colores y la actividad geotérmica hace que aumente la emoción. Es como dar un… es como volver hacia el pasado para poder estar ahí.
Pero las estrellas de la reserva son sin duda alguna las lagunas, llamadas simplemente por los colores que las tiñen: Laguna Blanca, Laguna Verde, Laguna Colorada. Hay otras con nombres menos simplistas como la Laguna Busch o la Laguna Hedionda. Pero nos vamos a centrar en las lagunas de colores, ya que son las más conocidas y las más visitadas.
Al llegar a la Laguna Blanca podemos fácilmente confundirnos y pensar que estamos ante un fenómeno similar al del Salar de Uyuni u otros paisajes en donde la sal es la que tiñe todo de un blanco total hasta el punto de convertir en un espejo perfecto toda la superficie e imitar la cordillera, el horizonte y el cielo en sus aguas.
Pero no es sal sino bórax, que se usa principalmente para la industria de la limpieza y joyería. Acá no crece ni vive nada, no hay aves, no hay plantas, nada, solo al frente, en la cordillera occidental de los andes, el volcán Licancabur, que significa “montaña del pueblo”, nos observa con majestuosidad, silenciosamente. Su última erupción fue hace más de diez mil años.
Unida a la Laguna Blanca por un pequeño estrecho y siempre al pie del Licancabur está la Laguna Verde.
JORGE: Durante el día una laguna de aguas cristalinas, pero cuando ya empieza el viento de este a oeste, norte y sur...
Vientos que sobrepasan los cien kilómetros por hora.
JORGE: Donde se forman pequeños remolinos de viento, de arena, donde van removiendo el agua y todos los metales concentrados bajo el agua como ser (sic) los óxidos, como ser (sic) el magnesio, el azufre. Esos minerales son removidos y va tomando una tonalidad paulatinamente del principio a fin de un color verde esmeralda.
Antes de hablar de la Laguna Roja o Colorada, es preciso hacer un paréntesis. Habrá quien se haya dado cuenta que el nombre completo de esta reserva es Reserva Nacional de Fauna Andina Eduardo Avaroa, pero a estas alturas aún no hemos mencionado animal alguno. También hay flora, ojo. Lo que sucede es que la gran altura, las bajas temperaturas, la ausencia de agua dulce y la escasez de nutrientes hace que tanto las plantas como los animales hayan tenido que pasar
por un proceso de adaptación muy complejo que les permita resistir estas condiciones tan duras. Se calcula que hay más de 190 especies de plantas en toda la reserva, principalmente pastizales y cactus. Especial mención merece la yareta, un arbusto muy muy tupido, para no perder el calor, y que crece a la increíble velocidad de un milímetro por año, llegando a vivir más de cien años cada planta. Hay algo indescriptible que sucede al interior de nosotros al encontrarnos con una planta en medio de la nada, que ha sobrevivido digamos cincuenta años ahí, en casi la absoluta soledad, dispuesta a continuar 50 años más en la misma situación.
La fauna es mucha más vistosa e interesante.
JORGE: A partir de los tres mil seiscientos hasta los seis mil metros se puede apreciar una gran variedad de fauna. De los tres mil seiscientos se puede apreciar la vicuña, la vicuña andina. Se puede apreciar el zorro. Vamos subiendo un poco más hacia los tres mil novecientos, cuatro mil metros se puede apreciar el suri.
Que es una especie de avestruz de los Andes. También hay zorros andinos y vizcachas en grandes cantidades.
JORGE: Y hasta un puma andino. Pero llegando casi a los cinco mil, a los cuatro mil trescientos setenta metros sobre el nivel del mar se puede llegar a observar flamencos en una gran cantidad en diferentes sectores de las lagunas.
De las seis variedades de flamencos que hay en el mundo, tres de ellas se pueden encontrar en la Reserva: el flamenco andino, el flamenco chileno y el flamenco James. De hecho, en donde es más común su presencia es justamente en la Laguna Colorada.
Según la información obtenida a través de sistemas de monitoreo, los flamencos tienen patrones de migración que cubren desde la Patagonia argentina hasta la sierra y la costa del Perú. Algunos se van por Chile, otros hacia el salar de Uyuni u otras zonas de Bolivia. Siempre es una experiencia única ver un grupo de flamencos a la orilla del mar, verlos cruzar el horizonte en pequeñas bandadas. Pero lo que se ve en la Laguna Colorada es algo que sobrepasa todas las expectativas. Miles, y no estoy exagerando, se congregan en estas aguas de poca profundidad para alimentarse de camarones minúsculos y cuidar a sus polluelos.
SilencioY de repente nos damos cuenta que ya está, que nos tomó recorrer el mundo, no solo en distancia sino atravesar paisajes inhóspitos y extraños, viajar al pasado, visitar lugares llenos de toxicidad en donde no hay ser vivo que lo habite o experimentar el olor del azufre en su máxima expresión, pero llegamos. Estamos en el techo del mundo. Los volcanes nos observan y nos cuidan. No hay nada que decir, no hay nada que escuchar. Como dije antes, todavía suena el viento, todavía los flamencos se cantan unos a otros, pero hay un equilibrio, un balance. Era preciso que escapáramos de los sonidos de la ciudad para encontrarnos con este silencio.